En medio de todas estas luchas cuidadanas y laborales por los servicios públicos está bien que abramos un debate largo, sincero y abierto sobre qué es exactamente lo que entendemos por “lo público”, diferenciándolo de “lo estatal”.
Aportamos para ello un extracto del artículo «Lo estatal y lo público», de Félix García Moriyón publicado en último número de la revista Libre Pensamiento, de otoño de 2012
EPR
La lucha contra el Estado del Bienestar
(…) No es fácil hacer una crítica acertada del Estado desde posiciones de izquierda. Está profundamente arraigada en el imaginario colectivo la idea del Estado como árbitro, técnico y objetivo, que ciegamente se organiza a partir de sus burocracias elevadas sobre el mérito y la capacidad, por encima de los intereses de los grupos de poder o los partidos. No en vano, el Estado es el sujeto fundamental de esta percepción de la “cosa pública” y sigue siendo en el imaginario de mucha gente el único garante de la objetividad. Lamentablemente el sueño weberiano del estado burocrático ha devenido en pesadilla; desde sus orígenes, el Estado ha servido para certificar con el marchamo del derecho, situaciones de privilegio, repartos de prebendas, investido, para más delito, de la idea de mérito, libre concurrencia y otros aparatajes ideológicos.
(…) Por eso mismo, la lucha en defensa de lo público esta distorsionada en varios sentidos, lo que hace difícil tomar posición en algunos momentos. La primera distorsión procede de la defensa de un modelo de gestión estatal de la propiedad que ha mostrado en la práctica el acierto de las críticas liberales. El caso de las cajas de ahorro es paradigmático, como también lo es el de las recalificaciones de terrenos. (…) El Estado ha terminado siendo contagiado por prácticas clientelares opuestas en sí mismas a la propia lógica de su legitimidad (el mérito, la igualdad, la libre concurrencia….)
(…) Algo de eso está presente en la aceptación que está teniendo entre el público en general la furibunda y torticera campaña contra los funcionarios orquestada por los medios conservadores, un ataque que constituye una segunda distorsión. El estatuto del funcionario, cuyo origen se sitúa más bien en la defensa de la independencia y estabilidad de los trabajadores públicos respecto a los poderes políticos cambiantes en democracias representativas, ha derivado en parte hacia un estatuto corporativo en el que la defensa de específicas condiciones laborales se aproxima peligrosamente a la defensa de situaciones de privilegio. Con cierta desmesura en algunas ocasiones, los funcionarios tienden a identificar la defensa de sus condiciones de trabajo con la defensa de lo público, ocultando lo que hay de puramente corporativo en sus luchas y lo que hay de mantenimiento de situaciones de auténtico poder frente a los usuarios de esos servicios públicos que dicen defender. La pura crítica del funcionariado, orquestada por quienes tienen la obligación política de exigir su adecuado cumplimiento del trabajo asignado y de garantizar que están al servicio de los intereses de la ciudadanía no basta. Mucho menos cuando comprobamos que quienes jalean esas críticas luego incrementan el número de asesores nombrados a dedo y ascienden en el escalafón funcionarial a sus propios clientes o afines políticos.
La tercera distorsión procede del dominio cultural impuesto por el actual modelo de capitalismo financiero y consumista. La ideología del “10 veo, lo quiero, lo tengo” ha calado hasta los huesos y la gente busca por encima de todo recuperar la capacidad de consumo a la que se aproximó, sin llegar a disfrutarla del todo pues en gran parte no pasó de un espejismo basado en créditos que no se podían devolver, menos una vez despedidos de sus precarios puestos de trabajo. El individualismo abstracto, tan querido por los liberales, se queda en la exaltación del individuo como consumidor compulsivo
(…) Aceptado inconscientemente (…) ese modelo de logro de la felicidad sustentado en el fetichismo de la mercancía, que termina identificando valor con precio, los individuos se convierten en rehenes de quienes les conceden el crédito para pagar los gastos (…). Sin darse cuenta, aceptan una democratización del consumo que (…) en realidad consagra la degradación de los procesos de trabajo, que están condicionados a la elevada productividad de los trabajadores que proveen de mercancía a los comercios “chinos” y a los gestionados por las grandes multinacionales, entre otras y sobre todo las del textil y las de la alimentación.
Como no podía ser menos, acabamos aceptando que un servicio público es aquel que le sale gratis al ciudadano (feliz definición de Esperanza Aguirre) y para eso se pone la gestión de lo público en manos de la empresa privada, sin darse cuenta de que esta muestra especial eficiencia y eficacia en generar ganancia para sus propietarios y gestores, normalmente a costa de trabajo degradado.
Una cuarta y última distorsión procede de la progresiva erosión de la política del bien común arrasada por la cultura del individualismo radical, de la sociedad articulada como suma de lobos esteparios que regulan las relaciones sociales mediante las leyes del mercado: todo tiene un precio y la acumulación de dinero es lo único que garantiza el estatus social y, por tanto, el ejercicio de las capacidades y la satisfacción de las necesidades. (…)
La defensa de lo público.
Lo anterior ya indica claramente cuál es el discurso y la práctica que necesitamos articular para defender lo público sin mantener un modelo de Estado del bienestar que provoca muchos más perjuicios de lo que algunos son capaces de reconocer. Pero al mismo tiempo tenemos que evitar un peligro que puede derivarse de nuestro planteamiento “crítico” sobre lo público: nuestras críticas fácilmente puede acabar siendo utilizadas como munición para este nuevo “estado señorial” que falsamente se viste de liberalismo. (…)
Y para ello, el núcleo de la cuestión debe ser vincularlo plenamente a la reclamación democrática: buscar mucho más poder para el pueblo, para el común de los ciudadanos que necesitan aprender ejerciendo, el duro ejercicio de tomar las riendas de sus propias vidas,y potenciar al mismo tiempo todo aquello que genera comunidad de intereses y de objetivos, sin agostar la capacidad de expresión y creación individuales. No queremos una sociedad de individualistas depredadores apalancados en un pobre «vive y deja vivir» ni tampoco una sociedad de obedientes ciudadanos agradecidos a burocracias ineptas que les procuran magros beneficios sociales. Queremos un fecundo, pero difícil, equilibro entre la triple exigencia de libertad personal, igualdad social y apoyo mutuo solidario. (…). Entre tanto conviene no perder de vista los mecanismos ya clásicos de control del poder público, algunos muy sugerentes pero poco aplicado como es el caso de la rotación, la rendición de cuentas, la separación de poderes o la transparencia.
Del mismo modo, para defender unos servicios auténticamente públicos, es necesario afrontar el problema de la representatividad. Hoy hay una conciencia muy arraigada, aunque poco articulada, de que nuestros representantes no nos representan, pues han pasado a formar parte de las élites en el poder cuyo único objetivo real es mantener sus posiciones de auténtico privilegio. Las formas e instituciones políticas son a menudo tildadas de poco representativas, precisamente por su opacidad a las influencias que los poderes ejercen sobre ellas y a la poca vinculación entre las decisiones políticas y la voluntad de una ciudadanía muy poco y muy mal representada. (…)
Lo anterior nos lleva a un último aspecto fundamental para construir unos servicios públicos. Hace falta romper con el enfoque calcado del mundo empresarial que distingue entre los prestatarios de un servicio (los funcionarios y los gestores, públicos o privados de los mismos) y los usuarios o clientes de los mismos. Sin negar la importancia de una adecuada valoración de los costes económicos de los servicios públicos para saber cuáles se pueden llevar a cabo y cuáles no, hay que aplicar más bien el criterio de que esos servicios tienen un valor, no sólo un precio, y que los usuarios no son clientes sino ciudadanos que tienen unos derechos que deben ser atendidos y que deben estar dispuestos a exigir y defender.
Para ese protagonismo activo de los ciudadanos son muy pertinentes las fórmulas autogestionarias de organización porque en ellas se reconoce a todas las partes implicadas el papel de sujetos activos para la definición de los objetivos que deben ser alcanzados y de los medios más adecuados para conseguirlos, así como para la gestión cotidiana de las orientaciones políticas (esto es, relativas a la polis o a la ciudadanía). Eso no consiste en una pura fórmula organizativa, pues al final todo, incluso proyectos políticos muy poco recomendables, puede ser autogestionado. O se puede aceptar la participación efectiva de las personas interesadas sin que eso se traduzca en la práctica en una auténtica participación en la gestión. Basta con ver, por ejemplo, el cansino y al final irrelevante modelo de participación de las familias y los estudiantes en los consejos escolares, fórmula participativa en acelerado proceso de descomposición.
(…) Retomando una mil veces citadas frase de Durruti, la defensa de unos servicios públicos, vinculada a la defensa de una sociedad genuinamente democrática, implica un profundo y renovado modo de vida, pues es en definitiva una manera distinta de ser, no sólo una manera de organizarse. Implica, por tanto, llevar un mundo nuevo en nuestros corazones, algo que la máquina burocrática del estado del bienestar ha deteriorado profundamente y algo que la mucho más poderosa máquina del bloque hegemónico neoliberal dominante no está en absoluto dispuesto a fomentar o recuperar.
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